Llevaba una vida sin grandes preocupaciones. Era alocada como todas las chicas de mi edad, salía a bailar, me divertía con mis amigos, salíamos a beber, disfrutar del momento. En la facultad, no me destacaba ni llamaba la atención, pero era una buena alumna.
Pero un día todo cambió, así de repente. El día se volvió noche, la luz oscuridad.
Pensé que todo pasaría, que sería algo del momento, pero los días continuaban y nada cambiaba, al contrario, todo empeoraba. Mi vida se estaba volviendo monótona. Mis ganas de vivir, mi fuerza, todo se iba apagando a cada segundo que pasaba.
Mis más valiosos recuerdos, que pensaba estarían presentes en mí con alegría se estaban transformando en filosos cristales incrustados por todo mi cuerpo, dejando llagas abiertas que no conseguían cerrarse.
De a poco y sin darme cuenta dormía menos, tampoco tenía sueño; comía menos, tampoco tenía hambre. Todos los que me rodeaban se preocupaban por mi estado. Yo lo difuminaba en una fachada de falsedad, mentira y sarcasmo de mi real situación. Enseguida comencé a perder peso.
Todo el tiempo reflexionaba sobre mi propia situación, sabía que no la podría seguir manteniendo por mucho más tiempo. Intentaba abrir las alas para volar, pero ellas estaban destrozadas, cada vez que las abría se quebraban como ramas secas. Cada vez caía más en un pozo donde no encontraba el fondo.
Mis ojeras, las noches en vela, el llanto, el dolor, todos ellos formaban parte de mi rutinaria depresión. Durante el día era el turno de aparentar ante el mundo que mi vida había cambiado, que seguía siendo la chica risueña de siempre, iba a trabajar y estudiar por inercia, como si fuera un robot programado solo para eso.
La situación me superaba, mi vida iba de mal en peor, necesitaba salir pero no descubría cómo. Tomé todas mis cosas y decidí trasladarme a otra ciudad, donde no conociera nada, donde pudiera comenzar a vivir de una forma distinta, darme una segunda oportunidad.
Intenté salir muy rápido para que mis fantasmas quedaran atrás y no me lograran alcanzar. Me sentía tan vacía, tan hueca, las voces de mi conciencia retumbaban y hacían eco dentro de mi ser, mi vida no tenía sentido.
El comienzo de mi nueva vida parecía funcionar maravillosamente, llegué a creer que todo había quedado en el pasado, que podía empezar de cero. Se sentía estupendo no tener que fingir mi estado de ánimo constantemente… A decir verdad solo eso fue lo que cambió, todo lo demás transcurría de la misma manera, atormentándome de recuerdos y momentos, destrozándome cada vez más.
Caminaba por las calles y todas las personas que se cruzaban en mi camino eran sombras sin rostro, los colores eran débiles, casi que todo estaba en tonalidades grisáceas, cada día era el calco del otro, mis actividades eran exactamente las mismas siempre, salvo los fines de semana, que resultaban ser aún peores por no tener la distracción del trabajo.
Al encontrarme superada por la situación, lejos de mi familia, de la gente que de verdad me quería tomé la decisión de acabar con todo. Abrí el nécessaire y tomé toda pastilla que iba encontrando hasta que comenzó a dolerme el estómago y me daba vueltas la cabeza. Me desmayé.
Lo siguiente que recuerdo es una sala hospitalaria con un montón de médicos a mi alrededor, me colocaban tubos, vías, me inyectaban, movían sus cabezas de un lado al otro, como dando la negativa. Cerré mis ojos, podía sentir el frío recorriendo todo mi cuerpo. No sentía miedo. Me sentía aliviada, por fin el sufrimiento cesaría.
Toda mi vida comenzó a pasar por delante de mí, iba recordando a todas las personas que fueron partícipes de ella, que fueron importantes. De repente quedó solo una congelada, la que había sido el motivo de mi estado, la única persona en el mundo que no quería que se enterara de lo que me estaba sucediendo. La única persona que mirándome a los ojos y diciéndome “te quiero” había logrado que entendiera el significado de la vida, ahora sin ella a mi lado no tenía sentido. La misma que hace tres meses me dijo que ya no sentía lo mismo por mí, me besó en la mejilla y se difuminó corriendo detrás de la otra.
Ahora la que se va soy yo, no tiene vuelta atrás, hice un pacto con la muerte antes de emprender el viaje sin retorno. Me prometió que ella sería feliz por el resto de sus días, así que la seguí para sellar el pacto con mi vida, pero aunque mi cuerpo estaba tirado en esa maldita camilla de hospital, mi alma seguiría amándola toda la eternidad.
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