Allí estábamos, sentados en la mesita para dos del lugar de siempre, de rostros enfrentados.
Ni siquiera podía sostenerle la mirada, porque el café de sus ojos me mataba, ni siquiera dejaba que hablara porque sus palabras de poeta enmudecían mi voz.
Seguía observándome esperando que dijera alguna palabra, incluso juro que estaría pensando que tal vez se trataba de una broma.
Arrugaba la nariz y yo me volvía loco, quería tener esa mirada conmigo, todas las horas del día, su sonrisa junto a la mía.
En los momentos en que estábamos juntos resultábamos felices, incluso sin atrevernos a serlo.
De repente suspendió su tenue sonrisa preguntándose la razón de mi indiferencia.
"Aún no es el momento para enamorarnos", solté entonces.
Ella en cambio, estupefacta, dijo que sí lo era, que ahora ya era tarde para decir algo así, pero le contesté que aún no quería ser su amor.
Somos jóvenes, puede cambiarme por alguien más.
Ella no me entendía, entonces le expliqué:
"Quiero ser tu último amor, quiero amarte hasta morir, por eso aún no debemos estar juntos, puedes olvidarme, puede gustarte alguien más, puedes romper en pedazos mi corazón, ya tienes ese poder. Así que te dejo con tu libertad, para que salgas al mundo y conozcas otras personas, para que rías y llores, para que hagas todo lo que quieras, para que seas feliz y vivas la vida como siempre deseaste y no te quedes con las ganas o curiosidades de nada, porque el día que estés conmigo, entonces a partir de ese momento, será para toda la vida..."
Ella estaba boquiabierta, a mí se me llenaron los ojos de lágrimas.
No sabía qué más hacer, ninguno hablaba, así que me incorporé.
Me rogó que esperara, que tenía muchas cosas para decirme, pero antes que pudiera decir nada huí como buen cobarde que soy.
La besé en la mejilla, largo y profundo, para que nunca me olvidara, el beso más dulce e inocente que jamás hubiera podido llegar a dar alguna vez en mi vida, y bajé las escaleras corriendo tan rápido como me era posible, de forma que si lo intentara no pudiera alcanzarme.
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